Ganar, vencer, derrotar, dominar, conquistar, obtener. Todos sinónimos de un acto que proporciona placer. Perseguimos un empeño, un logro, un objeto, una superioridad, y cuando lo alcanzamos, obtenemos placer. Cuanto mayor haya sido el esfuerzo por alcanzar ese logro, mayor será ese placer.
Este concepto tan simple es común a todos los mortales, probablemente por alguna patraña de la evolución y la supervivencia del individuo y de la especie. O quizás no, y esa idea es sólo deformación profesional. Pero lo cierto es que tiene que ser algo muy poderoso y que supera la razón lo que nos empuja siempre a buscar cualquier victoria, lo que nos despierta ese deseo ardiente de ser el primero, el mejor. El instinto es tan fuerte que algunos individuos son capaces de herir a otros, maltratar y modificar su cuerpo con drogas o arriesgarse a ser humillados públicamente por conseguirlo. Pero incluso así, de forma sucia, ganar da placer.
En el deporte, la forma más evidente de vencer es alcanzando el podio. Esos tres escalones suponen la representación más minimalista de la codicia humana, pero al mismo tiempo conceden a los que allí se suben orgullo, poder, gloria y la satisfacción de la recompensa de un trabajo bien hecho. Y este fin de semana, tres grandes del triatlón de larga distancia han experimentado, una vez más, la sensación que viene de la mano de una gran victoria, dándonos a sus seguidores una pequeña calada del mismo placer. Tres grandes, que humildemente pasan casi desapercibidos en el mundo deportivo.
El sábado, en Vitoria-Gasteiz, Eneko Llanos y Virginia Berasategui subían a lo más alto en sus respectivas categorías en el Campeonato de Europa de Larga Distancia. Una victoria que, según han expresado los propios atletas, la viven por partida doble; La victoria de un Europeo, y la victoria de un Europeo “en casa”. Enhorabuena a estos dos triatletas.
Un poco más lejos, Marcel Zamora alcanzaba otra victoria también muy especial, un primer puesto en el Ironman de Niza con un tiempo de 8 horas 25 minutos. También para él con un redoble, pero en este caso orquestado por hacer de ésta su quinta victoria consecutiva en este circuito, algo que nadie había conseguido hasta ahora. Su objetivo desde el primer momento no había sido sólo el primer puesto, su objetivo fue hacer historia en el triatlón, y el domingo alcanzó la recompensa que se concede tras meses de sufrimiento y preparación. Enhorabuena también a Marcel.
Pero no sólo los grandes o los que se suben al podio son vencedores. Hay ocasiones en que las mejores partidas se ganan desde los últimos puestos.
El sábado se celebraba también el V Triatlón Larga Distancia Valle de Buelna, en Cantabria. Le había echado el ojo a esta carrera hacía un par de temporadas, y este año en cuanto salieron las inscripciones me apunté sin dudarlo. Sin embargo, según se iba acercando el día las cosas no prometían lo que yo tanto había esperado. Y efectivamente, la carrera resultó, desde el minuto uno, una de las experiencias más duras de mi vida deportiva.
El circuito era perfecto, en todos los sentidos, mi cuerpo estaba fuerte y descansado, pero mi mente no estaba a la altura. Llevaba varias semanas que no levantaba cabeza y las ganas y la motivación para todo se habían esfumado. Había acudido sin ganas, con malos entrenos, con pocas horas de sueño y malas comidas, y sobre todo, triste, muy triste.
Desde el bocinazo de salida hasta más o menos la mitad de la carrera me limitaba simplemente a avanzar, a ver pasar los kilómetros. A veces incluso ni a eso, porque a ratos las lágrimas se me agolpaban en el acantilado del ojo y me nublaban toda la visión obligándome a enfocarme aún más en la mierda que llevaba en mi interior. Acontecimientos desafortunados que se habían sucedido uno tras otro, personas a las que quería y que me había hecho daño de forma gratuita e intencionada sin yo entender el por qué, gente más querida aún que sufría también sin justicia…
No hubo de pasar mucho tiempo para que me quedara la última. Las pocas mujeres que habían salido del agua en cola conmigo me habían adelantado en los primeros puertos, y mientras, yo intentaba aguantar las lágrimas al tiempo que mi cabeza jugaba un partido de tenis con la idea de seguir hasta donde pudiera o retirarme. Pero sólo me he retirado una vez de una carrera, y la rabia y el cabreo que entonces sentí aún me dura, y eso fue lo que me hizo seguir adelante.
Afortunadamente la vida sabe lo que se hace, y en este tipo de experiencias, llega un día, un momento concreto, un breve instante, en el que la mente parece despertar de ese letargo de tristeza y todo cambia, todo se ve diferente, con optimismo, con ilusión, y con la certeza de que las cosas ya sólo pueden ir a mejor. Y creo que a mí el momento me llegó al coronar el Alto de San Cipriano. En ese punto fui consciente de que ya no me podía dar la vuelta y que mi única opción era continuar hacia delante. En todos los sentidos. La bajada de ese puerto a más de 60 km/h fue como una bocanada de aire fresco. Casi sin tocar el freno, el aire en la cara, la humedad, los bosques, el verde... Me empecé a encontrar cómoda, muy cómoda. Me acoplaba si el terreno lo permitía, y poco a poco las piernas empezaron a trabajar. Y mi mente también, pero ahora en la dirección adecuada. Todavía tenía todos aquellos pensamientos, pero el punto de vista estaba cambiando. Supe que las cosas son mucho más insignificantes de lo que a priori puede parecer, que tras una época mala viene una época buena, que hay gente por la que no merece la pena gastar ni un mísero minuto de tu tiempo porque no lo valen, que las personas que me rodean y a las que quiero son mucho más fuertes de lo que puede parecer y que van a estar bien, y que las personas que están a mi lado son las que realmente merecen la pena y con las que quiero seguir adelante. Las piernas cada vez iban a más y mi ánimo también haciendo que la dureza inherente en el circuito de esta carrera me pareciera incluso insignificante. Los puertos, el paisaje, el goce que me da la bici, el colegueo que existe en la larga distancia, todas las circunstancias se estaban confabulando para mostrarme lo afortunada que era de estar en aquella carrera tan espectacular. Empecé a adelantar a gente. Mujeres, seis o siete, no lo sé, pero también a muchos hombres. Y cuando conseguí llegar a la segunda transición, la idea de retirarme ya había desaparecido y la que imperaba era la de acabar. Ya sólo podía acabar.
La carrera no era fácil. Los cinco primeros kilómetros eran cuesta arriba y el flato empezó a hacer de las suyas obligándome a parar. Esos kilómetros fueron muy lentos, en el kilómetro 4 llevaba 29 minutos, pero me daba igual. Veía a mucha gente andando, estaba siendo duro para todos. De vez en cuando los pensamientos regresaban, pero ya no dolían y las lágrimas se habían secado. Y yo ya sólo tenía la certeza de que tenía que acabar esa carrera. Tú acaba, como sea, pero acaba, me repetía una y otra vez. Y en el kilómetro 5 el flato se fue, el malestar de los primeros kilómetro también, mi cuerpo se empezó a erguir, levanté la cabeza y empecé a correr. No sabía muy bien que ritmo llevaba. Sabía que no iba muy rápido, pero si conseguía hacer los siguientes 16 kilómetros a ese ritmillo sería un gran logro, dadas las circunstancias. No quería mirar el crono, no quería saber el tiempo, sólo ver pasar los kilómetros, diez, doce, catorce, muchísima animación, eso ayudaba, aún me dio tiempo a pasar a alguna chica más, y eso también me animaba. No quería bajar el ritmo, no me lo podía permitir, no me podía permitir tener un bajón. Ya sólo tenía que acabar, eso era lo único aceptable en ese momento.
Y acabé. Tiempo de la carrera a pie, 1:52, tiempo final, 6:07. Puesto 9º de 21.
No me lo podía creer. No me podía creer que hubiese logrado acabar. Era imposible. Como aquello que dicen que ocurre cuando te vas a morir, vi pasar todos y cada uno de los minutos de esa carrera, todas las lágrimas, mi desidia y mi abandono, pero también mi fortaleza y mi reaparición. Otra vez las lágrimas se agolpaban por salir, pero esta vez eran de alegría, de orgullo, de alucine, de esperanza, de satisfacción y de una mezcla de mil sensaciones, todas buenas. Y pensaba que si había podido hacer este medio ironman en estas condiciones, podía hacer lo que fuera. Había hecho una carrera lamentable, la peor de mi vida, pero a mi manera, la había ganado. No me iba a subir a ningún podio, pero había subido veinte escalones de una zancada.
Hoy, más tranquilamente, en casa, descansada, con mi sonrisa recuperada, y con la mente, ya sí que sí, en paz, me he dado cuenta que mi afán por adelantar a las otras chicas no estaba en conseguir un mejor puesto, eso el otro día me daba igual. Cada chica que adelantaba era simplemente una demostración a mi misma de mi capacidad de superación, cada una de ellas era un hito más que tenía que sobrepasar. Me habían dejado atrás desde el primer momento y poco a poco fui resurgiendo, alcanzando en cada adelantamiento mi propia altura. De hecho no las considero como mis contrincantes, sino como las mujeres que me acompañaron y ayudaron en aquel día tan duro. Me he dado cuenta que en estas carreras largas, como en la vida, puede pasar de todo y nunca hay que rendirse, porque en cualquier momento las cosas pueden dar un giro de 180 grados y hay que estar preparado para el torbellino que te va a envolver. Me he dado cuenta también que en estas carreras largas, como en la vida, la cabeza es casi tan importante como el cuerpo. Es la cabeza, y no los acontecimientos, ni tampoco la gente lo que definirá tu camino, tu trayectoria, hasta la meta final.
Hay un poema de Kavafis, Ítaca, que expresa esta última frase de forma espectacular. Pero hoy no toca, hoy la cosa va de vencedores
Invictus
Más allá de la noche que me cubre
negra como el abismo insondable,
doy gracias a los dioses que pudieran existir
por mi alma invicta.
En las azarosas garras de las circunstancias
nunca me he lamentado ni he pestañeado.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de cólera y lágrimas
donde yace el Horror de la Sombra,
la amenaza de los años
me encuentra, y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el portal,
cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino:
soy el capitán de mi alma.
William Ernest Henley
2 comentarios:
Preciosa entrada, escribes de muerte, enhorabuena, y también por la carrera.
saludos desde panama
FER
Lo mismo digo, me has dejado sin palabras. Enhorabuena por tu logro.
PKT
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