Igualita la tenía yo, y mi
hermano, y mi otro hermano, y mi hermana, y mi otra hermana.... Todos con la
misma bici. Era de color gris y ese enorme sillín en el que se podía sentar un
elefante se me cayó un día en la cabeza; por chulo. Era una tarde de verano de
hace unos 30 añitos. Ya no sé si era un día gris o es el recuerdo que me ha
quedado por lo que pasó.
Era la hora del paseo
castrense y los militares salían del cuartel vestidos de uniforme. Aprovechaban
los aseos del bar Asturias para cambiarse de ropa y no dar el cante. Nunca he
visto un arma de destrucción masiva más potente que estos aseos. En ellos
entraban aguerridos soldados, con sus duros rostros y sus adustos corazones,
cocinados en el fuego lento de incontables formaciones, garitas y maniobras y
salían de ellos jóvenes sonrientes tarareando eso de “soy la reina de los mares…”
Por la fachada lateral del
bar discurría una rampa bastante pronunciada de unos 100 metros . Yo iba circulando con mi mastodonte. Como el
camino estaba lleno de estos soldados y este cuerpo que me encierra, a los 8 o
10 años, estaba lleno de ímpetu, fogosidad y ardor, intenté hacer alarde de mis
habilidades al manillar como aquel niño del anuncio: -¡Mira sin una mano! ¡Mira sin la otra...! Pues de tanto soltar
manos llegó el momento de frenar en plena rampa y yo había quedado asiendo el manillar
con la mano equivocada, la izquierda, la del freno delantero. ¡Cuesta abajo,
frenando con el delantero y yo que no pesaría más de 20 kilos!...
Fue de película: Salí
disparado hacia delante sin soltar el manillar, por supuesto. En mi barrio en
aquellos años este gesto podía marcar la diferencia entre tener o no tener bici.
La bicicross en su inercia salió detrás de mí levantándose por la rueda trasera,
la cual iba precedida por el sillín de
elefante, realizando una parábola, A la vez que yo alcanzaba el suelo, a cámara
lenta, pude ver que algunos de los militares quedaban ojipláticos.
Mientras que la parábola
realizada por esta “hija de su madre” alcanzaba su punto máximo, yo, bañado en un
mar de ignorancia, pensaba que los militronchos no iban a tener tanto motivo de
mofa por una simple caída. Haciendo una rápida evaluación de los daños sólo
tenía unos cuantos raspones. Seguía estancado en mi plácido baño de ignorancia,
feliz por la resolución de los hechos aunque en los ojos de los mozos no se
atisbaba esa muestra de alivio que da por finalizada una acción de peligro, más
bien al contrario, se mantenían expectantes, ansiosos de presenciar un
apoteósico final. La gravedad se encargó de brindar este final. Y lo hizo bien,
todo hay que decirlo. Dejó caer el enorme sillín de elefante con todo el
artesonado encima de mi pobre nuca. Y no lo hizo con el almohadillado, sino son
el armazón metálico en forma de U invertida, con lo duro: como le decía en el
castillo de Fuensaldaña la católica Isabel al católico Fernando esa noche de
octubre de 1469 en la que no sólo se unieron los reinos de Castilla y Aragón. Me
pegó tal leche que los militares no se atrevieron a decir ni mu, acudiendo en
mi auxilio como si fuera una dama en apuros. Desde ese día he sido incapaz de pronunciar
y de escribir correctamente Federico.
Han pasado casi 30 años y
echando la vista atrás pienso que, aparte de lo de Federico, no me causó ningún
trauma. Pero también es verdad que mis recuerdos montando en bicicleta son muy
pocos. Y heme aquí que el pasado mes de julio me da por hacer un triatlón con
una bici prestada y apenas dos semanas después me compro una “flaca”. Devorando
kilómetros, con las dos manos en el manillar, con mis problemas de equilibrio
hasta para coger el bote de agua, por aquí ando en esto de los pedales, mientras pienso cómo ha cambiado el
significado de esta palabra para mí en apenas 15 años: ¡pedales! Cuántos
recuerdos y cuántos dolores de cabeza. Qué domingos de fútbol cada 14 días en
el Zorrilla, y de sofá cuando el Pucela jugaba fuera, levantándome
continuamente al Federico a beber agua.
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